CUENTO ALIMENTO
Angélica, ¿donde estás?
Ni las despiadadas amenazas de muerte que el dólar le asesta en la espalda a la economía nativa ni el desenfreno contemporáneo de este siglo veintiuno habían logrado sacarlo nunca de sus casillas. Está bien que Cachito tenía solo doce años pero su serenidad era casi un milagro si tenemos en cuenta la inestable balanza de la ley de ecuanimidades, una balanza donde, por ejemplo, los muertos de hambre conviven socarronamente con el perfume Número Uno Imperial Majesty de setecientos mil pesos el frasquito.No. Nadie, nunca ni nada subvertían a Cachito. Solo la mirada profunda de Angélica.
Angélica de los barrios altos que estabas mas cerca del cielo que de la tierra y yo a tus pies sin poder alzar un vuelo de gorrioncito te tenía que espiar desde la vereda Angélica, ¿donde estás?.
Angélica del otoño de las cortinas bordadas que hacías que estudiabas pero me mirabas y no querías que me dé cuenta que me estabas mirando pero yo me daba cuenta Angélica, ¿dónde estás?.
Ni la ignorancia que a la pobreza le dispensan los altos estratos sociales, ni lo ciega, sorda y muda que se ha quedado la justicia, habían logrado despertarle nunca envidia ni animadversión alguna. Está bien que Cachito tenía solo doce años pero su tolerancia era casi heroica si tenemos en cuenta la brutal desproporción que existe entre la frivolidad y la compasión, una desproporción que permite, por ejemplo, que pululen alegremente los indigentes a la intemperie con la Bridge Suite del hotel Atlantis en las islas Bahamas de setenta y siete mil quinientos pesos por día.
No. Nadie, nunca ni nada subvertían a Cachito, solo la mirada profunda de Angélica.
Angélica del invierno de los vidrios empañados de calefacción donde hacías unos huequitos con los dedos para que tu mirada viera como ahí abajo yo me aguantaba el frío igual que Súperman nada mas que por verte en la ventana Angélica, ¿dónde estás?.
Angélica de la primavera de las ventanas abiertas y tu mirada completa revoloteando en la siesta de las mariposas y yo en la vereda llena de flores te quería Angélica, ¿dónde estás?.
Ni la flagelación del descrédito que acecha constantemente las manos vacías en los bolsillos rotos, ni la cultura sectaria que abandona la nobleza de los que trabajan en la mas puta insalubridad pero jamás roban nunca habían logrado deshacer la pureza de su alma. Está bien que Cachito tenía solo doce años pero su lealtad era casi la gloria si tenemos en cuenta el infame abismo de diferencias que existe entre la declaración de los derechos humanos y los seres humanos propiamente dichos, un abismo en el que fluctúan, por ejemplo, los pobres desamparados de esta tierra y la biplaza Bugatti Veyron de Volkswagen de tres millones quinientos cincuenta y seis mil pesos.
No. Nadie, nunca ni nada subvertían a Cachito. Solo la mirada profunda de Angélica.
Angélica del verano, tu casa toda cerrada y algo me quema en el pecho mas todavía que la vereda desierta como un desierto caliente de sol en la planta de mis pies descalzos Angélica, ¿dónde estás?.
Angélica de vacaciones si supiera donde fuiste correría tanto como la ventanita del tren donde van tus ojos y vos me seguirías con tu mirada por los paisajes, y en las estaciones apoyaría las palmas de mis manos en el vidrio donde están apoyadas las palmas de tus manos para que se puedan ir juntas de vacaciones las tuyas como siempre y las mías para aprender Angélica, ¿dónde estás?.
























En los alrededores de Jerusalén prolifera un arbusto que alcanza a medir unos quince o veinte centímetros de altura y tiene unas ramas curvas armadas de espinas que crecen de a pares en el mismo punto con la peculiaridad de que una de ellas es recta y la otra encorvada. Se lo conoce popularmente como jujube pero su nombre científico es ziziphus spina christi. Esta especie de espinillo no tendría ni la mas mínima relevancia si no fuera porque se cree que con sus ramas se trenzó la corona de espinas con que ciñeron a Jesucristo el día de su crucifixión hace ya mil novecientos setenta y cinco años, y aunque es apenas mencionada solo por tres de los evangelistas y esporádicamente por los primeros sacerdotes cristianos, en los primeros seis siglos no son muchos los escritores que hacen referencia a ella como una reliquia conocida, en existencia y venerada por los creyentes.
Vertical y filosa, la vidriera es la guillotina de las tentaciones. Solo pueden atravesarla, sin riesgo y con relativo éxito, las miradas, el dinero, las tarjetas de crédito y los adoquines. Y tal vez los deseos. Porque el deseo aferra lo que quiere antes que la mano, y una vez que lo aferra no lo suelta y se pone a convencer a la mano para que vaya a buscar lo que parece suyo pero no es suyo. Si lo miro fijo me lo veo puesto, si me lo veo puesto me parece mío y cuando es mío desaparecen todas las vidrieras del mundo. Pero no siempre el deseo convence a la mano, solo tal vez. Depende del empeño de la mirada, de la vileza del metal, de la solvencia del crédito o de la bravura de los adoquines.

Displicente y mentiroso como el eslogan de una campaña electoral el tiempo pasa sobre los techos de chapa de las villas argentinas. Displicente y mentiroso por mas que la cola de la estrella fugaz vaya dejando un montón de brillitos en el aire y nos confunda buenamente el ánimo al tratar de alegrar un poco el derrotero de los reyes magos. Brillitos efímeros que apenas duran lo que dura la propaganda de esa refulgente muñeca nueva en los onerosos segundos de la televisión navideña y ya está, habrá que ponerse a esperar las próximas fiestas para verlos de nuevo (y de lejos) y con un cachito de alambre arreglarle el bracito y consolarle la existencia a la muñequita manca para que no se acobarde y siga viviendo en la miseria unos años mas. 


















