Recuerdo que un profesor de artes visuales nos ejercitaba haciéndonos observar una pared blanca concienzudamente hasta descubrir los colores que captaban nuestros ojos mas allá del blanco de la pintura y que así, a simple vista, como vulgarmente se dice, no se apreciaban. Parecía mentira, pero a fuerza de prestar atención, íbamos viendo como aparecían reflejos azules, amarillos o rojos a medida que el sol caía enrojeciendo la tarde, las sombras se deslizaban azulando la noche o la luz eléctrica iba amarilleando los insomnios. Del mismo modo, prestando atención a la historia vivida, a los lugares frecuentados, a nuestros contemporáneos, cada uno puede ver el continente, el país o su ciudad desde su propio punto de vista, virados a otros colores, a otras formas, a otros volúmenes, completamente alejados del clásico mapa de división política, inconsciente o conscientemente dictadas por nuestra capacidad de libre interpretación. Estas son algunas visiones que he tenido en los últimos años. Juraría que si me apuran no podría hacerme cargo de ellas, no se las podría explicar, ni lo intentaría. Sea como sea, criticando o alabando, puede uno expresar estos sentimientos y plasmarlos en un papel porque íntimamente sabe que, de alguna u otra manera, ese continente, ese país, esa ciudad o ese barrio le pertenecen, como en uno de los primeros capítulos de Polenta con pajaritos, en el que mientras un pibe remontaba un barrilete en un basural argentino, dios, que sobrevolaba unos eucaliptos cercanos, hacía un gesto con la mano y terminaba diciendo -Latinoamérica es mía-. Click sobre las imágenes para ampliar.
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