Tapa y nota editorial de la revista Ángel de lata de la ciudad de Rosario / click sobre las imágenes para ampliar, ojos bien atentos para leer.
Deyabú
Mañana será otro día, balbuceó Rita en el medio de un suspiro, como si eso pudiera ser cierto y aún cuando por una cuestión cronológica lo fuera. Se pasó el antebrazo por la frente transpirada observando el piso brillante y reflexionó. Mañana será otro día y al final del día voy a decir que mañana será otro día. Se quedó unos instantes inmovilizada por la idea y después acomodó la escoba en un rincón con perfume a creolina. De pronto tuvo como un deyabú pero multiplicado a la enésima potencia. Se recordó muchos días en la misma situación, balbuceando mañana será otro día e incluso pasándose el antebrazo por la frente transpirada. Esto ya lo viví, pensó, ya lo viví setenta mil veces.
Cerró la puerta de calle del edificio de departamentos sacudiendo la cabeza. No setenta mil veces, cien mil veces ya lo viví y mañana nunca es otro día, siempre es el mismo, murmuró. Adentro quedaban las escaleras impecables, los baldes, la escoba, el delantal y otras ocho horas de su vida. Como siempre se cruzó a la vereda del sol, le encantaba ver como reverberaban las baldosas en el furor del verano, le inyectaban una energía alentadora que le permitía llegar hasta la villa pisando las baldosas de la buena suerte que venían cada tres baldosas de la mala suerte, empezando a contar desde la primera que pisaba y a las cuales no había que tocar ni siquiera con la sombra de las zapatillas si no te querías morir ahí mismo, intrascendente, en el centro neurálgico de la ciudad. Se concentraba de tal manera que las putas cien mil cuadras que había hasta la puerta de la casilla de chapas pasaban inadvertidas, tan inadvertidas como el mañana será otro día que había repetido exactamente cinco de los veinte años que tenía, todos los días, sin exceptuar ni siquiera los domingos.
Los sábados, en cambio, amagaban un encanto especial parecido al final de una condena, pero entre que empezaban recién al medio día y aquellas cien mil cuadras de vuelta, se diluían como los deseos cuando se los sumerge en la ansiedad, y encima con esa incómoda brevedad llamada domingo en ciernes estaba todo dicho, porque la brevedad de los domingos no tiene otra función que la de reponernos para recibir el impacto de los lunes en pleno cansancio pero con algo de dignidad, nada más. Tal vez el sábado, gracias al libertinaje que mienten los domingos, fuera el único día en el que decir mañana será otro día pudiera tener algún sentido, pero la efímera duración de esa mentira convertía al domingo en un día como todos los demás. Hoy, por ejemplo, era sábado, y Rita ya había dicho que mañana sería otro día, pero no distinto, otro día como un diario secreto de interminables monotonías.
Entonces, cuando solo queda una posibilidad remota de que se cumpla lo esperado, suele suceder lo inesperado. Lo inesperado tiene el sabor dulce de la sorpresa mezclado con el olor a pólvora de la adrenalina. Lo inesperado no se espera ni se hace esperar. Rita vio cinco billetes de cien pesos en la vereda repentinamente desierta. Se le dibujaron en los ojos así dobladitos como estaban. Se le encajaron en el corazón como en una billetera. A Rita le costó asimilar lo que estaba viendo, las realidades contundentemente reales se asemejan demasiado a las ilusiones ópticas, pero lo que estaba viendo tenía toda la pinta de ser suyo desde hacía rato, cosa que le hizo frenar en seco su recorrido habitual, y por suerte justo sobre una de las baldosas de la buena suerte. No había más alma que su propia alma, o en el mejor de los casos, si es que había otras almas por ahí cerca, se habían complotado todas con la suya. Se podría decir que hasta sintió un poco de miedo, no cualquiera saca el pié de la baldosa de la buena suerte y lo apoya sobre otra baldosa así porque sí después de tantos años. Pero el miedo no es sonso, es más vivo que todos los billetes del mundo juntos, un poco cobarde puede ser, pero nunca sonso.
Instintivamente Rita se pasó el antebrazo por la frente transpirada tal vez para disimular sus afortunadas malas intenciones, pero el perfume a creolina sobrevoló y las purificó de inmediato. Abriendo los ojos más que nunca sacó los pies de la baldosa de la buena suerte con la secreta ambición, no tanto de acercarse a los billetes, sino de alejarse del rincón viciado de eternidad donde todas las tardes acomodaba la escoba y sus esperanzas.
Alcanzó los billetes. Tembló de emoción a la sombra de los rascacielos. Fue un pecado sublime, una infame inocencia, una vil buena acción inconclusa, una devolución de la devolución tan injusta como la justicia, el lúcido desliz de un momento feliz tan atemporal como la vida. Encontrar plata un sábado a la tarde en una ciudad desierta es mucho más que encontrar plata, es la oportunidad aprendiendo a volar sola. Tal es así que un par de horas y un bolsito con algunas ropas más tarde, Rita pidió en la estación un pasaje de ida a los sueños de otra ciudad. Desde atrás del vidrio de la boletería una voz entre metálica y esperanzadora le preguntó ¿para hoy?, sí, respondió Rita, mañana será otro día.